En Ahome, la política ha cambiado de manos, pero no de ideas. La transición entre Gerardo Vargas Landeros y Antonio Menéndez no fue precisamente tersa ni democrática, pero en apariencia se ha querido presentar como un relevo ordenado, técnico y hasta visionario. Sin embargo, los hechos apuntan en otra dirección: la de una administración sin sello propio, sin proyecto y, sobre todo, sin la valentía de reconocer que todo lo que hoy presume como nuevo, ya estaba no sólo planeado, sino estructurado y financiado.
El llamado “informe de 51 días” es un monumento al despojo simbólico. En él, Toño Menéndez intenta construir una imagen de liderazgo y eficacia a partir de logros heredados. Pero el maquillaje es evidente: los camiones siguen pintados del mismo color, la logística de los programas sociales es exactamente la misma, las rutas de obra están trazadas en los mismos planos y los expedientes técnicos que hoy se ejecutan tienen fecha y firma del gobierno anterior. El cambio ha sido apenas cosmético: cambiarle de nombre a lo que ya funcionaba, tomarse la foto y fingir que es creación propia.
Pero lo que resulta más preocupante no es la falta de creatividad, sino la ausencia de control. Menéndez no manda. Las decisiones claves no se toman en su oficina ni se consultan con su círculo cercano, porque ese círculo apenas existe. Muy pocos de los funcionarios actuales son suyos; la mayoría le fueron impuestos o se mantienen en funciones bajo la lógica de obedecer a otro jefe político. El “titere”, como ya se le menciona en pasillos institucionales, sólo atina a ejecutar lo que le dictan desde el tercer piso del Palacio de Gobierno. La agenda no es suya, los recursos no los controla y el rumbo está trazado desde otra oficina.
Desde el Congreso del Estado, Juana Minerva Vázquez y César Guerrero operan con más influencia que el propio Menéndez. Son ellos quienes definen qué se aprueba, qué se negocia y, en muchos casos, hasta qué se ejecuta. Lejos de mantener una relación institucional, han convertido al alcalde en una figura decorativa, atado a su agenda, a su voluntad y a sus intereses. Las decisiones clave se toman en sus oficinas, no en Palacio.
Juana Minerva, con sus años de operación política y su habilidad para moverse entre las distintas corrientes del poder, ha consolidado un control férreo sobre varias áreas de gobierno municipal. César Guerrero, por su parte, ha sabido capitalizar los vacíos de autoridad con una estrategia clara: mostrar fuerza donde Menéndez titubea, avanzar donde el alcalde duda, posicionarse donde otros se esconden.
Y eso explica también por qué no ha tenido margen ni para reconocer el trabajo previo de quien le dejó finanzas sanas, obras avanzadas y convenios alineados. El temor a perder el respaldo de quienes lo colocaron en la silla lo obliga a vivir en la simulación constante: simular que gobierna, simular que decide, simular que lidera.
En política, la memoria suele ser incómoda para quienes heredan el poder sin merecerlo. Pero Ahome no olvida. Los ciudadanos saben quién puso en marcha los proyectos que hoy se cortan con listón nuevo. Saben también que el precio de la obediencia política es la renuncia a la autonomía. Y Menéndez, hoy por hoy, es más operador que alcalde, más encargado de despacho que líder de municipio.
Si algo ha demostrado el primer tramo de su administración, es que no basta con quedarse con el sombrero ajeno: también hay que saber usarlo. Porque de nada sirve repetir el libreto de otro si no se entiende la historia que se quiere contar. Y Ahome, que hasta hace poco se distinguía por su dinamismo, corre el riesgo de convertirse en escenario de una pantomima que ya nadie se toma en serio.