Con el respaldo incondicional del gobernador Rubén Rocha Moya y una red de medios alineados al poder, el senador Enrique Inzunza Casares se despliega como aspirante a la gubernatura de Sinaloa. Pero su historial, marcado por acusaciones de abuso, manipulación y vínculos oscuros, desafía cualquier intento de reinvención pública. El asesinato de un funcionario ligado al crimen reabre heridas que el discurso oficial no puede maquillar.
Hay apuestas políticas que nacen manchadas. En Sinaloa, la del senador Enrique Inzunza Casares parece ser una de ellas. Desde hace meses, los operadores más cercanos al gobernador Rubén Rocha Moya —y algunos medios demasiado complacientes— trabajan una sola encomienda: limpiarle el expediente a quien carga con un historial que incomoda incluso a sus compañeros de partido. El problema es que, por más cepilladas que le den, el fango sigue ahí.
Inzunza no es un personaje nuevo en la política sinaloense. Su nombre está asociado al control férreo de instituciones, a prácticas autoritarias y a un estilo de operación política que no resiste el escrutinio público. En el Poder Judicial local hizo y deshizo, se granjeó lealtades por disciplina o miedo, y construyó una red de poder que aún hoy sigue activa, incluso desde su escaño en el Senado.
Pero el asesinato de Lázaro Gambino —funcionario de la Junta de Conciliación y Arbitraje, y familiar directo de uno de los hijos de “El Chapo” Guzmán— reventó cualquier narrativa de moralidad. No sólo por el crimen, brutal y alarmante, sino por lo que expone: los vínculos silenciosos entre estructuras institucionales y figuras ligadas al crimen organizado. ¿De verdad Inzunza y Rocha ignoraban con quién compartían escalafones? ¿O es, más bien, que el silencio y la omisión son parte del mismo sistema?
La pregunta incómoda se responde sola. Mientras tanto, el senador intensifica su exposición mediática. Columnas que lo alaban, entrevistas pactadas, giras con “espontaneidad” calculada. Todo financiado con una inyección de recursos que resulta ofensiva frente a la precariedad que viven miles de sinaloenses. Hay desesperación. Porque Enrique Inzunza quiere ser gobernador, pero primero necesita reinventarse. El problema es que la realidad lo sigue alcanzando.
No es nuevo que Sinaloa sea tierra de tensiones entre el poder político y los intereses criminales. Pero lo que antes se manejaba con discreción, hoy se exhibe sin pudor. La figura de Inzunza condensa esta deriva: un político que predica integridad mientras concentra poder, que habla de justicia mientras criminaliza al disidente, que presume legalidad mientras opera en las sombras.
En círculos de Morena lo saben. Nadie lo dice públicamente, pero el mote de “el Hitler de los senadores” no es gratuito. Quien no se le arrodilla, desaparece del juego. Los medios que lo cuestionan son relegados. Las fiscalías se ajustan a su calendario. Y los opositores saben que enfrentarlo es caminar al filo de la navaja. Sinaloa, una vez más, se enfrenta al dilema de normalizar el abuso o levantar la voz.
En un estado golpeado por la violencia, la corrupción y el miedo, la candidatura de Enrique Inzunza no representa esperanza. Representa continuidad de un modelo vertical, cerrado, autoritario. Un modelo que se sostiene sobre silencios, lealtades forzadas y pactos ocultos.
Si Morena insiste en vestir a este personaje como su carta fuerte rumbo al 2027, lo mínimo que merece la ciudadanía es abrir los ojos antes de depositar un nuevo cheque en blanco. Porque hay manchas que no se limpian con encuestas maquilladas ni con retórica de transformación. Y porque en Sinaloa, más que un nuevo gobernador, se necesita recuperar la dignidad del poder.