La Cuarta Transformación en Sinaloa llegó con la promesa de un cambio real, de un gobierno cercano a la gente y, sobre todo, comprometido con los derechos de quienes históricamente han sido relegados. Sin embargo, la realidad que enfrentan las mujeres bajo el gobierno de Rubén Rocha Moya dista mucho de ese ideal. Lo que se ofrece en los discursos es igualdad; lo que se ejerce desde el poder es un autoritarismo que fomenta un clima de violencia política, simbólica y laboral contra las mujeres.
Los ejemplos están a la vista. Desde el púlpito semanal de “La Semanera”, Rubén Rocha ha convertido un ejercicio de comunicación pública en un espacio de humillación y desdén, incluso hacia las mujeres de su propio equipo. La directora de Comunicación Social, Adriana Ochoa del Toro, ha sido víctima de comentarios que, más que crítica técnica, buscan exhibirla y disminuirla frente a la audiencia. Lo que para algunos es un show político, para muchas es violencia de género en horario estelar.
En ese mismo tono, la descalificación de una diputada local como “la meserita” revela que no se trató de un error casual. Fue un acto pensado para desacreditar y reducir a la legisladora a un estigma, enviando un mensaje claro: en el juego del poder, las mujeres deben aceptar el rol que se les asigna o atenerse a las consecuencias. Y cuando ese poder se siente amenazado, como ocurrió con la senadora Imelda Castro, el mensaje es directo y sin disimulo: “tú sabrás qué hacer”. Un amago que poco tiene de consejo y mucho de advertencia.
Pero el colmo llegó cuando el propio gobernador, responsable de garantizar la justicia para todos y todas, se refirió al caso de un trabajador del Centro de Justicia para Mujeres que denunció acoso laboral por parte de la titular de la Secretaría de las Mujeres, Tere Guerra. En lugar de garantizar el debido proceso, Rocha Moya desacreditó al denunciante y admitió haberlo “protegido” con un simple cambio de área, mientras lo tachaba de acosador sexual, sin mayor sustento. Así, el mensaje es claro: los problemas de violencia se administran, no se resuelven.
En medio de todo esto, surge una pregunta inevitable: ¿dónde estaban Tere Guerra y ahora Ana Francis Chiquete, responsables de la defensa de las mujeres? ¿Dónde quedó la voz de quienes debieron alzarla frente al abuso y la simulación? Todo apunta a un sometimiento al poder político que las coloca, irónicamente, en el lado opuesto de la causa que deberían encabezar.
Sinaloa merecía un gobierno que honrara su palabra, no uno que vistiera de transformación el viejo patrón de la misoginia institucional. Lo que se vive hoy no es el cambio prometido, es el mismo guion, con actores distintos, y con las mujeres una vez más como víctimas del poder que se dice del pueblo, pero actúa para sí mismo.