El Congreso del Estado de Sinaloa ha decidido convertirse en un ejemplo nacional de cómo el desconocimiento de la ley puede ser elevado a categoría de herramienta política. En una muestra de autoritarismo disfrazado de soberanía legislativa, las y los diputados locales se niegan a acatar una suspensión definitiva ordenada por un juez federal, que obliga a restituir a Gerardo Vargas Landeros como presidente municipal de Ahome. La excusa: “el juez no es el Congreso”. El problema: esa frase no es un argumento, es una confesión.
El discurso encabezado por la diputada María Teresa Guerra Ochoa parte de una lectura errónea, o quizá interesada, del principio de división de poderes. No se trata de que el Poder Judicial interfiera en la función legislativa, sino de que ordena el cumplimiento de una medida cautelar con efectos inmediatos. La suspensión definitiva no está sujeta a interpretación política ni a votación legislativa: se acata o se incurre en desacato.
Pero el Congreso sinaloense ha optado por el camino del enfrentamiento. Con una mezcla de ignorancia y arrogancia, citan tesis jurídicas aisladas como si fueran jurisprudencia obligatoria, argumentan que sus decisiones son “inimpugnables” y actúan como si la legalidad dependiera del fuero y no del orden constitucional. Todo esto mientras el juez advierte que deben informar en un plazo de 24 horas por qué no han cumplido la sentencia. La respuesta, probablemente, será otra vuelta de tuerca al cinismo institucional.
Este episodio no es solo un desacato a una orden judicial, es un ataque directo al sistema de pesos y contrapesos que sostiene a cualquier república. Cuando un Congreso local ignora un amparo federal, no solo pisotea a un ciudadano, sino al andamiaje jurídico que garantiza que el poder tenga límites. El amparo es, precisamente, el escudo del individuo frente al abuso del Estado. Si el Congreso puede ignorarlo sin consecuencias, entonces el Estado de derecho es letra muerta.
Lo más grave es que este comportamiento se da en un contexto nacional donde la Corte ha reafirmado que los actos de autoridad deben estar sujetos al control judicial, especialmente cuando hay recursos federales, derechos fundamentales o principios constitucionales en juego. Sinaloa, en cambio, parece jugar con sus propias reglas, donde las mayorías valen más que la Constitución y las suspensiones son simples recomendaciones.
La desobediencia no nace de una defensa institucional ni de una controversia compleja. Es, más bien, el resultado de una política de facciones, de una lógica donde el adversario político justifica cualquier atropello legal. Se legisla como se milita: con lealtad a la causa, no a la ley. Y esa causa, en este caso, es impedir que Gerardo Vargas vuelva a su cargo, aunque el costo sea romper el pacto constitucional.
El Congreso no está por encima del Poder Judicial. Ni en Sinaloa ni en ningún lado. Si se permite que los legisladores ignoren las sentencias federales, entonces cualquier autoridad podrá hacer lo mismo. Y eso, en términos democráticos, equivale a caminar hacia el autoritarismo con los ojos abiertos.
El juez ya habló. El plazo corre. Y si la ley vale algo en Sinaloa, más vale que alguien en el Congreso empiece a leerla. Porque cuando los legisladores violan la Constitución, no representan al pueblo: lo traicionan.