En un país donde la ley suele ser opcional según el código postal o el color del partido, la Suprema Corte de Justicia de la Nación acaba de emitir un fallo que debería marcar un alto definitivo en los excesos de las autoridades locales. Pero en Sinaloa, como si vivieran en una república aparte, las instituciones siguen empeñadas en hacer valer su voluntad por encima del marco constitucional. El caso del funcionario chiapaneco, sancionado indebidamente por una auditoría estatal, es más que una anécdota: es un mensaje claro sobre los límites del poder local frente a los recursos federales. Lástima que el Congreso sinaloense y sus aliados prefieren seguir actuando con base en consigna y no en derecho.
La Segunda Sala de la SCJN fue contundente: los recursos federales solo pueden ser auditados y sancionados por la Auditoría Superior de la Federación. Ninguna instancia estatal —incluyendo las auditorías locales— puede castigar el mal uso de esos fondos, aunque estos lleguen a municipios o dependencias estatales. El argumento es constitucional: proteger la Hacienda Pública Federal es responsabilidad de la Federación, no de los estados. Esta resolución no sólo establece un precedente jurídico, sino que también desnuda la fragilidad de muchos procedimientos sancionatorios iniciados en LAS ENTIDADES FEDERATIVAS, cuyo ímpetu por castigar sin sustento termina generando impunidad.
Y en Sinaloa, el mensaje parece no haber llegado, o de plano lo han ignorado. El caso Ahome es paradigmático: el Congreso del Estado, respaldado por el Gobierno y operado desde el ya célebre “tercer piso”, ha impulsado una ofensiva política y legal contra el alcalde constitucional Gerardo Vargas Landeros que evidencia una peligrosa mezcla de revancha y desaseo jurídico. Las autoridades locales insisten en desconocer amparos, desacatan mandatos judiciales y utilizan las instituciones como herramienta para sostener una narrativa de poder, aunque eso implique pisotear principios constitucionales.
Lo más grave es la absoluta impunidad con la que actúan. A pesar de que las resoluciones judiciales federales son de cumplimiento obligatorio, en Sinaloa simplemente se les deja en pausa. El Congreso local actúa como si la SCJN fuera un actor irrelevante en el tablero político estatal. La Fiscalía, que debería velar por el Estado de Derecho, guarda silencio. Y el gobernador, Rubén Rocha Moya, se muestra cómodo con un modelo donde los errores procesales no solo se permiten, sino que se promueven.
¿Dónde están las autoridades federales para poner orden? ¿Dónde está la Secretaría de Gobernación? ¿Dónde la Suprema Corte, que ya dijo la última palabra pero no tiene quién la haga valer en el terreno? La Corte establece la norma, pero su cumplimiento queda en manos de quienes, en este caso, han decidido ignorarla.
En el fondo, lo que estamos viendo es una guerra por el poder, no una lucha por la legalidad. Las instituciones de Sinaloa están actuando no como garantes del orden jurídico, sino como operadores de un proyecto político que desprecia los contrapesos. La ley se aplica solo si sirve para castigar enemigos, pero se ignora si incomoda a los aliados. Lo mismo da el precedente de la Corte, lo mismo da la Constitución: en Sinaloa manda quien está más cerca del gobernador, no quien tiene la razón legal.
La hora avanza, el plazo judicial corre, y los que deben acatar siguen escondidos tras discursos vacíos. La pregunta ya no es solo si Gerardo Vargas será reinstalado como alcalde. La verdadera pregunta es: ¿puede un Estado funcionar cuando quienes deben obedecer la ley son los primeros en desacatarla? Porque si la Corte habla y nadie escucha, entonces no hay Estado de Derecho, sólo simulación.