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El juez que opera por consigna: Carlos Alberto Herrera y la justicia al servicio del poder

En Sinaloa, el principio de imparcialidad judicial parece haberse extraviado en alguna gaveta del despacho de Carlos Alberto Herrera. Este juez de control, lejos de representar un contrapeso institucional o garante de los derechos ciudadanos, se ha convertido —con casos recientes como prueba irrefutable— en pieza funcional del engranaje político del gobernador Rubén Rocha Moya.

El escándalo más evidente gira en torno al hoy senador Enrique Inzunza Cázarez. Acusado desde 2018 por hostigamiento y abuso sexual, el entonces magistrado fue beneficiado con una comparecencia judicial que Herrera programó estratégicamente después de la jornada electoral de 2024. Así, mientras la carpeta de investigación dormía el sueño de los justos en la Fiscalía, el juez se aseguraba de no entorpecer la carrera electoral del protegido del gobernador. Inzunza ganó y con ello adquirió fuero, blindándose no solo del proceso judicial, sino también del escrutinio público. El juez cumplió, aunque no con la ley, sino con la consigna.

Por contraste, cuando el caso involucra a un adversario del gobierno estatal, la vara judicial se endurece. Así ocurrió con Gerardo Vargas Landeros, entonces alcalde con licencia de Ahome, detenido en mayo de este año a pesar de contar con una suspensión de amparo vigente. Herrera no solo ordenó su aprehensión, sino que omitió verificar la existencia del amparo federal, una violación clara a la Ley de Amparo que debería haberlo inhabilitado de inmediato. Como agravante, el juez ha seguido actuando en el caso, aun después de ser denunciado penalmente por el propio Vargas, incurriendo en un evidente conflicto de interés.

La justicia en Sinaloa, bajo esta lógica, se ha vuelto selectiva: se otorga impunidad a aliados y se aplica con rigor contra disidentes. En este esquema, el juez Herrera no actúa como autoridad judicial, sino como ejecutor político. El silencio institucional ante este proceder —ni el Consejo de la Judicatura, ni la Suprema Corte, ni la Fiscalía local han intervenido con seriedad— confirma que lo de Sinaloa no es un sistema de justicia, sino un modelo de obediencia.

La pregunta ya no es si Carlos Alberto Herrera debe seguir en su cargo. La pregunta es cuántos más operan como él desde la sombra de sus togas. Porque mientras sigan en funciones jueces con vocación de lacayo y no de árbitro, el Estado de Derecho en Sinaloa seguirá siendo una simulación.

Y esa simulación tiene rostro, tiene nombre, y hoy, más que nunca, exige ser señalado.

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