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Carlos Alberto Herrera: el rostro alquilado de la justicia en Sinaloa

En Sinaloa, la figura del juez ya no representa la balanza de la justicia ni el espíritu del Derecho. Representa, en cambio, la obediencia. El caso del Juez de Control Carlos Alberto Herrera es emblemático, no sólo por su postura sumisa ante el poder político, sino por la desvergüenza con la que ejerce su papel de legitimador del atropello institucional.

Con una maestría en Derecho Constitucional que parece no haber tocado su conciencia jurídica, Herrera ha decidido, en lugar de impartir justicia, convertirse en el brazo ejecutor de los intereses de Rubén Rocha Moya y su fiel operador en el Senado, Enrique Inzunza Cázarez. Lo que debería ser un juzgador independiente se ha reducido a un empleado útil, bien remunerado —501 mil 242 pesos— por su fidelidad al guión político.

Bajo su toga, no hay razonamiento jurídico, hay consigna. No hay equilibrio de poderes, hay sumisión estructural. Carlos Alberto Herrera no solo ha dejado de representar un contrapeso en el sistema, sino que ha contribuido activamente a la judicialización de la política en Sinaloa. Su participación en casos clave como el del exalcalde Jesús Estrada Ferreiro, el juicio contra Luis Guillermo Benítez Torres y la persecución contra la Universidad Autónoma de Sinaloa lo colocan como pieza central del aparato de presión judicial del gobierno estatal.

Su firma está presente en resoluciones cuestionables, cargadas de irregularidades y lenguaje técnico que apenas disimula el fondo: castigar a los críticos, frenar oposiciones incómodas, quebrar disidencias desde el tribunal. Lejos de actuar como árbitro legal, actúa como verdugo al servicio de un proyecto político que ha capturado al Poder Judicial sin rubor alguno.

Y lo peor: Herrera no actúa solo. Es el eslabón más visible de una cadena de sumisiones dentro del sistema de justicia estatal, una estructura diseñada no para impartir ley, sino para adaptarla a las necesidades del régimen. Su papel en el proceso contra Gerardo Vargas Landeros —tema que exige atención propia— es una muestra más de cómo la justicia en Sinaloa no responde a la legalidad, sino a las instrucciones que bajan desde el Ejecutivo o desde las oficinas del poder legislativo federal.

En un estado donde la justicia se alquila al mejor postor político, Carlos Alberto Herrera ha dejado de ser un juez para convertirse en el rostro más indignante de una justicia sin honor. Su toga no viste dignidad, viste obediencia. Su pluma no firma sentencias, cumple órdenes. En Sinaloa, la legalidad es espectáculo y Herrera, tristemente, actúa de protagonista.17

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